Hablemos de la caridad
Artículo redactado por Juan Miguel Fernández Muñoz
En todas las épocas han existido y existen en la actualidad, ejércitos de personas que enseñan la caridad, pero pocas son las que verdaderamente la practican.
En la cuestión 886 de “El Libro de los Espíritus” Allan Kardec pregunta ¿Cuál es el verdadero sentido de la palabra caridad, tal como la entendía Jesús? Y los Espíritus Superiores nos dan tres frases fundamentales: Benevolencia para con todos, indulgencia con las imperfecciones de los otros y perdón de las ofensas.
Los “Evangelios Apócrifos” cuentan que Juan Evangelista, siendo ya anciano de más de 100 años, iba a las reuniones cristianas conducido por sus apóstoles y estos le decían: “Háblanos de Jesús…” Y el contestaba: “Amaros los unos a los otros”. Y todos los días decía las mismas cosas. Hasta que un buen día le dijeron: “Señor, ¿será que el Maestro no ha dicho nada más importante, porque siempre repites esto y ya nos está molestando? Y Juan les dijo: “Si. Pero todavía no nos amamos lo suficiente los unos a los otros, porque si no tenemos tolerancia para un viejito, ¿cómo amar a los otros? Amaros los unos a los otros.
El inquisidor Torquemada, nefasto personaje de la historia de España, cuando organizaba los servicios de la inquisición, decía que era portador de esa divina virtud, que es la caridad. Los condenados eran obligados a agradecer a los verdugos, mientras iban en camino de terribles suplicios. Muchos de ellos, en medio de la hoguera, o atados al martirio de la rueda, acicateados por la flagelación de la carne, eran obligados a alabar, de común acuerdo, la bondad de los inquisidores que ordenaban su muerte. Esa caridad religiosa era hermana de la caridad filosófica de la Revolución Francesa.
Después de la Revolución Francesa en 1789, Robespierre perseguía incansablemente a toda aquella gente que se enfrentaba a la revolución. Es decir, a todos los que no sintonizaban con sus ideas, para que esto tuviese fin. La siniestra máquina inventada por el Dr. Guillotín, o sea la “Guillotina”, funcionaba con suma frecuencia en la Plaza de la Bastilla de París, donde el pueblo sublevado se arremolinaba para disfrutar mientras contemplaba con regocijo las ejecuciones interminables de nobles y familias, amigos y sirvientes. Robespierre había creado una nueva idea de la caridad. 1º una muerte rápida y 2º como instrumento “compasivo”, un cesto para la cabeza cortada. Nadie lo había hecho antes en Francia.
Cuando ponemos una risa, una sonrisa en un semblante triste es también caridad. Cuando enjugamos unas lagrimas de alguien que llora por no entender la vida, los problemas, que no sabe que nosotros tenemos ese merecimiento, es también caridad. Hacer una oración por aquel que pasa por una situación difícil, también es caridad. Hacer una vibración por los seres que están en necesario rescate… La caridad es aquello que hacemos en la vida por los demás para proponer un poco de felicidad. El proceso humano de conseguir la felicidad no está en las cosas exteriores, y sí en las interiores. En las cosas que nacen de la voluntad de servir, sirviendo a las cosas de Dios.
Los Espíritus han dicho siempre, que cuando todos hagamos esto, el mundo carecerá de hambre, guerras y barbaries. Llegaremos de la unión de objetivos generales, hacía el bien, porque nosotros somos buenos en esencia. Pero nuestras vidas en otras existencias nos condujeron por el camino engañoso del mal, y esto se quedó en nosotros como una especie de vicio y hoy estamos viciados en el mal. Por eso es preciso hacer una especie de desintoxicación de este mal para que el bien nuevamente llegue y se instale en nuestro corazón. Así tendremos una vida más llena de alegría y tranquilidad.
San Agustín dijo una cosa muy interesante que “el mal no existe”. Pero si no existe el bien, el mal está por la ausencia del bien. Cuando no hay bien hay mal. Igual que cuando hay sombras es porque no hay luz. Solo hay conocimiento de lo oscuro cuando falta la luz, así es con el mal.
Aprendamos a hacer el bien siempre para que el mal no se instale en nosotros.
“Frio e insípido es el consuelo cuando no va envuelto en algún remedio” (Platón)