La importancia de nuestras acciones y decisiones
La libertad es la condición necesaria del alma humana, ya que sin ella no podría construir su destino.
A pesar de que a primera vista la libertad del hombre parece ser muy
restringida por las propias limitaciones de las condiciones físicas,
sociales, o por los intereses de cada uno, en realidad, siempre podemos
eludir tales obstáculos y actuar de la manera que nos parezca más
acertada.
“La libertad y la responsabilidad son correlativas en el ser y aumentan
con su elevación, siendo la responsabilidad la que confiere al hombre
dignidad y moralidad, sin ella no sería más que un autómata, un juguete
de las fuerzas que nos acompañan”.
Cuando resolvemos hacer o dejar de hacer alguna cosa, nuestra conciencia
siempre nos alerta al respecto, aprobándonos o censurándonos. A pesar
de que la voz íntima nos alerte, siempre hacemos lo que fue decidido por
nuestra voluntad o libre albedrío. Nada nos coacciona en los momentos
de tomar las decisiones personales, de ahí que sea correcto afirmar que
somos responsables de nuestros actos. Somos los constructores de nuestro
destina. Nuestro presente y futuro se encuentran condicionados por
nuestras acciones.
El libre albedrío es definido, pues, como “la facultad que tiene el
individuo de determinar su propia conducta, o en otras palabras, la
posibilidad que tiene de elegir, entre dos o más razones suficientes,
para querer o actuar en una de ellas y hacerla prevalecer sobre las
demás”. Nuestros actos tejen alas de liberación a cadenas de cautiverio
para nuestra victoria o nuestra derrota. Todos nos hallamos ligados
indisolublemente a nuestras propias obras.
Aceptar la vida como si estuviera guiada por un determinismo donde todos
los acontecimientos están fatalmente preestablecidos es razonar de una
manera muy ingenua, si no simplista; porque, si así fuera, el hombre no
sería un ser pensante, batallador, capaz de tomar resoluciones y de
interferir en el progreso. Sería solamente como un robot. irresponsable,
a merced de los acontecimientos.
“La fatalidad existe pues únicamente por la elección que el Espíritu hizo al reencarnar de sufrir esta o aquella prueba”
“El libre albedrío, la libre voluntad del Espíritu se ejerce
principalmente a la hora de las reencarnaciones, cuando escoge en el
Mundo Espiritual determinada familia, cierto medio social, etc. Sabiendo
de antemano cuáles son las pruebas que le aguardan, pero, igualmente
comprende lo necesarias que son estas pruebas para desarrollar sus
cualidades, limar sus defectos, despojarse de sus prejuicios y vicios.
Estas pruebas también pueden ser consecuencia de un pasado funesto, que
es preciso reparar, y las acepta con resignación y confianza.”
El futuro se le presenta entonces, no en sus pormenores, sino en sus
líneas más destacadas, en la medida en que dicho futuro es la resultante
de actos anteriores. Estos actos representan la porción de “fatalidad” o
de “predestinación” que ciertos hombres son llevados a observar en
todas las vidas.
“En realidad nada es fatal y cualquiera que sea el peso de las
responsabilidades en que se haya incurrido, siempre se pueden atenuar,
modificar la suerte con obras de abnegación, bondad, caridad, con un
prolongado sacrificio al deber”. Recibiendo constantemente las
oportunidades de enmendar nuestras deudas del pasado.
Los acontecimientos que pueden observarse a diario, dentro de la
importancia que desorganizan el modo de vida, antes tan feliz, o bajo la
forma de tragedias que provocan crisis de angustia y desesperación; la
enfermedad que llega sin previo aviso, abatiendo el ánimo y el coraje,
las decepciones con amigos o las esperanzas frustradas. La pobreza
material, retratada en la desnutrición, la orfandad, los asaltos, y
tantas cosas que se traducen en aflicciones e infortunios, podrán
conducir al hombre que desconoce las verdades espirituales, a la locura o
al suicidio.
Por esto, la Doctrina Espírita viene a poner en claro que las
“vicisitudes de la vida” son de dos especies. O si se prefiere,
provienen de dos fuentes bien distintas que debemos destacar: Unas
tienen su origen en la vida presente y otras fuera de esta vida.
Al remontarse al origen de los males terrestres se reconocerá que muchos
son consecuencia lógica del carácter y del proceder de quienes lo
padecen.
Observando nuestro entorno y nuestra razón, aquella que nos distingue de
los animales, nos señala que evidentemente debe existir alguna razón
para esta diferencia, para esta realidad.
¡Cuántos hombres caen por su propia culpa! iCuántos son víctimas de su
imprevisión, de su orgullo y de su ambición! ¡Cuántos se arruinan por
falta de orden, de perseverancia, por proceder mal o por no haber sabido
limitar sus deseos, sus ambiciones, por vivir sin control!
¡Cuántas molestias y enfermedades provienen de los excesos de toda
clase! iCuántos padres son infelices a causa de sus hijos, por no haber
combatido desde el principio sus malas tendencias, habiendo cedido o
ignorado sus vidas,permitiéndoles desde muy jóvenes una libertad que no
han sido capaces de controlar!
Entonces, ¿a quién habrá de responsabilizar el hombre por todas esas
aflicciones, sino a sí mismo? El hombre, pues, en un gran número de
casos es el causante de sus propios infortunios.
Sin embargo, sabemos que existen males que ocurren sin que nosotros, los
hombres, tengamos una culpa directa. Son dolores que se originan en
actos practicados en otras existencias y que debido a los abusos,
perjudicaron el periespíritu, como por ejemplo, la pérdida de los seres
queridos y la de quienes son el soporte de la familia. También los
accidentes que ninguna previsión hubiera podido impedir. Los reveses de
la fortuna, que frustran todas las precauciones que son aconsejadas por
la prudencia. Los flagelos naturales, las enfermedades de nacimiento,
sobre todo las que quitan a tantos infelices los medios de ganarse la
vida por el trabajo personal, como las deformidades, la idiotez, el
cretinismo, etc. Quienes nacen en estas condiciones, seguramente no han
hecho nada en la existencia actual para merecer, sin compensación, tan
triste suerte que no podían evitar.
No queda la menor duda de que lo que hoy somos es el producto de las
experiencias vividas en el pasado. No hay sufrimiento sin una razón y la
“Ley de Causa y Efecto”, o de “Acción y Reacción” rige nuestro destino,
porque, si bien somos libres en la siembra, seremos esclavos de la
cosecha, condicionándonos la reencarnación.
Dios nos concede por el libre albedrío, la responsabilidad de practicar
el bien o el mal. No obstante, a partir del momento en que decidimos que
hacer, ésta acción genera una reacción característica que vendrá más
tarde, marcando nuestra nueva experiencia de vida. Así se explica, por
la pluralidad de existencias y por el destino de la Tierra, como mundo
expiatorio, las anomalías que muestran la distribución de la dicha y la
desventura entre los buenos y malos, en este planeta.
Juan Miguel Fernández Muñoz