Invitación a la oración.
“Señor, enséñanos a orar…” (Lucas: I-II)
Los últimos adelantos científicos comprueban de una manera clara y patente el poder del pensamiento.
Los rayos N nos manifiestan, con una irradiación, que ésta es más potente cuando la voluntad se ejerce; de otra parte, se ha comprobado científicamente que el cuerpo humano está más saturado de oxígeno, cuando su espíritu rebosa satisfacciones morales. Mientras que cuando le influyen malos pensamientos, estos hacen que el cuerpo se sature de carbono, ocasionándole malestar indecible.
Todo aquel que haya orado de verdad conoce el consuelo y el bienestar que de ella se adquiere.
Sabemos que el objeto de la oración, su evocación, es elevar nuestra alma a Dios; la diversidad de las formulas no debe establecer ninguna diferencia, porque Dios las acepta todas cuando son sinceras.
Toda oración elevada es manantial de magnetismo creador y vivificante. Y toda criatura que la cultiva, con el debido equilibrio del sentimiento, se transforma, gradualmente, en foco irradiante de energías de la Divinidad.
Cuándo Jesús nos dijo: “(…) todo lo que pidiereis con fe, en oración, vosotros lo recibiréis” (…) (Mateo, 21-22) nos reveló que el acto de orar es algo mucho más profundo de lo que se puede observar a primera vista.
El conocimiento de la Doctrina Espírita, a través de su estudio, nos hace comprender también, que además de la importancia del cultivo de la oración, debemos aprender a orar y a entender las respuestas de lo Alto a nuestras súplicas.
El Espiritismo reconoce como buenas las oraciones de todos los cultos, cuando se dicen con el corazón y no de labios solamente. Es cuando se transforma en vibración, energía, poder.
Creer que Dios solo escucha una fórmula (religión), es atribuirle la pequeñez y las pasiones de la humanidad.
Dios es demasiado grande, para rechazar la voz que le implora o que canta sus alabanzas.
Recordemos que la condición esencial de la oración, según San Pablo, es que sea inteligible, a fin de que pueda hablar a nuestro Espíritu. Hay que realizar las oraciones con destino al corazón. No se desean palabras en lengua extraña, o con superabundancia de expresiones que no dicen nada. Debe ser clara, sencilla, concisa, sin frases inútiles, ni lujos pomposos. Cada palabra debe tener su propósito, debe hacer reflexionar. Así la oración alcanzará su finalidad.
Porque, cuando el hombre ora, su mente actúa sobre el fluido cósmico universal, estableciendo una corriente fluídica que transmite el pensamiento a quien nos dirigimos, asimilando fuerzas regenerativas en favor de sí mismo, o de la persona por quien lo hacemos.
Todos nosotros podemos encaminar hacia Dios, en cualquier parte y en cualquier tiempo las más variadas oraciones, necesitando, asimismo, cultivar la paciencia y la humildad, para esperar y comprender sus respuestas.
Juan Miguel Fernández Muñoz