Historia de una experiencia
La luz del sol en el horizonte se perdía lentamente, mientras sentado sobre la arena, al borde de la playa, observaba ensimismado como las olas del mar se desvanecían ante mí.
¿Cómo había llegado hasta allí?
En mi angustiado silencio rememoré el pasado y mi pensamiento me situó en la noche anterior, solo, en mi dormitorio.
Llevaba mucho tiempo confuso y desorientado. Hacía varios meses que mi compañera, mi futura esposa, había sido víctima mortal en un estúpido accidente que yo mismo, imprudentemente, provoqué con mi vehículo, abandonando ella, forzosamente, esta vida llena de ilusiones, de esperanza, de proyectos futuros, entre los que figuraban aquellos seres que alegrarían nuestra existencia: los hijos.
Mi gran pesar, el remordimiento, la falta de interés por vivir, me habían llevado a contemplar la posibilidad de acompañarla, porque para mí la vida ya no tenía sentido. Cada vez que la recordaba me estremecía.
En la penumbra, tumbado aquella noche sobre la cama, analizaba la forma más rápida de llevar a cabo mi inmediato proyecto. ¿Y mis padres, cómo podrían vivir con la dramática experiencia de su único hijo?
Y fue en ese instante cuando, no se de qué manera, sentí su presencia delante de mí. Una sensación de frío, temor e inquietud invadió todo mi ser.
Ella estaba allí, o al menos, eso creía yo.
Estaba radiante. Su semblante me hizo recordar otros tiempos cuando nuestras vidas se unieron. Me manifestó con suma tristeza su preocupación por la decisión que yo me estaba planteando.
Evocó los días felices vividos juntos. Me reprochó la desesperación de mis padres, ajenos a mi profundo dolor, que dominaría su existencia hasta el resto de sus días.
Pero lo que me hizo recapacitar profundamente era que ella estaba allí, que no había muerto, aunque físicamente no estuviese a mi lado. ¿Cómo era posible esto?
Aturdido salí de casa, ajeno a las altas horas de la noche, caminando sin rumbo. Y, buscando explicaciones en mis pensamientos, recordé años atrás, en la universidad, un coloquio ofrecido a los alumnos de mi curso tratando sobre los temas de la vida y la muerte. Nos habían hablado de ello; “de la continuidad de la vida después de la vida”. Entonces no presté demasiada atención. No me interesaba. Me quedaban muchos años por delante para plantearme un tema tan misterioso como ese. Ya tendría tiempo.
Y medité preguntándome, ¿Para qué servían las religiones y la ciencia si no orientaban, sin dogmatismos, hacia el conocimiento real de la vida? ¿Por qué guardaban silencio? ¿Cómo era posible que un hecho tan importante no llegase a aquellos que sufren y se desesperan buscando consuelo?
Y, en ese momento, mientras era acariciado por la brisa del mar en el atardecer, sinuosamente observé como hacía mí se acercaba una luz tenue que, en pocos instantes, se intensificó hasta quedar cercana, suspendida en el aire, a escasos metros de donde me encontraba. Y sentí en mi íntimo, frases llenas de sabiduría, palabras cargadas de ternura, que me esclarecieron alertándome de la nefasta decisión que en mi cabeza había anidado. Y al comprender mi error, lloré, al tiempo que agradecía a lo alto por haberme dado la oportunidad de percibir, en tan poco espacio de tiempo, tanto conocimiento.
Una vez que el silencio y la noche llegaron, sin haber variado a penas la postura que desde hacía varias horas había adoptado en aquella cala del Cantábrico, lugar de refugio de nuestro amor, inicié el regreso junto a mis seres queridos, mis padres, dando gracias a mundo de los espíritus y a Dios por su ayuda, mientras que me proponía transmitir esta experiencia, a pesar de temer no ser comprendido. Pero, yo se que ella vive, que estamos de paso en esta existencia carnal, y que aquello que realicemos, tendrá vital importancia para nuestro futuro.
Juan Miguel Fernández Muñoz