La madurez de los niños
El entorno que rodea nuestra vida nos facilita en la mayoría de las ocasiones, mediante la observación, la oportunidad de aprender y comprender muchas de las enseñanzas que la Doctrina Espírita nos revela y que siempre han estado ahí.
Contemplábamos hace un tiempo una escena muy interesante: Un niño de cinco o seis años se debatía intranquilo, entre el calor y el aburrimiento en el asiento de un autobús, bombardeando a su madre que lo acompañaba, con preguntas e interrogantes en voz alta que la mayoría de las veces, y sin esperar respuesta alguna, contestaba él mismo, como si en un diálogo íntimo se hallase.
Nos daba la impresión como si la inocencia e inmadurez de la criatura fuesen correspondidas por la madurez y veteranía de su Espíritu, al cual pertenecía ese pequeño cuerpo en esta vida.
No es la primera vez que dialogando con jóvenes madres acerca de sus hijos en edad temprana hemos oído: ¡A veces me sorprende con sus preguntas! ¡Parece que ha nacido sabiendo! ¡No sé dónde ha aprendido las cosas que dice! Y así sucesivamente.
Vemos que la inteligencia y la evolución intelectual de los Espíritus que se reencarnan actuamente en nuestro planeta desde hace unos años, refleja que la Tierra se encuentra ya en ese periodo de regeneración que el Espiritismo nos anuncia.
El hombre común conoce el vehículo en el que se mueve, ignorando la mayor parte de los procesos vitales de los que se beneficia y utilizando el cuerpo de carne de la misma manera que un individuo extraño dispone de la casa en que reside.
Para que tuviésemos un recipiente tan primoroso y tan bello, como el cuerpo human, la Sabiduría Divina invirtió miles de siglos utilizando los múltiples recursos de la Naturaleza en el campo inmensurable de las formas…Para que lleguemos a poseer el sublime instrumento de la mente en planos más elevados no podemos olvidar que el Supremo Padre se vale del tiempo infinito para confeccionar y ensalzar la belleza y la precisión del cuerpo espiritual que nos concederá los valores imprescindibles para nuestra adaptación a la Vida Superior.
Juan Miguel Fernández Muñoz