El auto de fe de Barcelona
Artículo redactado por Juan Miguel Fernández Muñoz
En 1861 nadie podría pensar que las reminiscencias de la tristemente famosa Inquisición que, exactamente en España, en el transcurso de la Edad Media, hiciera derramar caudales de sangre, en el intento de imponer su dominio religioso, todavía estuviesen presentes.
El editor y escritor parisino, de ideas avanzadas, Maurice La Chârtre, que había abandonado Francia, exiliándose por diferencias políticas con Napoleón III, se había establecido en Barcelona. Percibiendo el interés que en aquel tiempo empezaban a despertar las obras que trataban del Espiritismo, en la ciudad condal, el cual hacía furor en la sociedad francesa y en el resto del mundo, solicita de la Revista Espiritista, sita en París, y que mantenía un amplio activo de servicio de librería, una partida compuesta por trescientas piezas entre libros, folletos y periódicos de contenido espirita.
La aduana, en cumplimento de severas disposiciones, retiene este cargamento compuesto por dos envoltorios, advirtiendo a la diócesis sobre la reserva de libros sospechosos. El trámite se retarda por la ausencia del obispo.
Las ideas espiritistas se extendían así por todo el mundo. Los obispos presionaban a los políticos para impedir la libertad de culto y conseguían una orden ministerial que prohibian los libros espíritas, a los que consideraban muy dañinos para la moral del pueblo.
Bajo el reinado de Isabel II, ejercía entonces Don Antonio Palau y Termes, obispo de Barcelona, de la función particular de Policía de prensa. A él le fueron enviados, merced de tal autoridad y para el cumplimiento de las exigencias aduaneras, un tomo de cada libro y varios folletos. Cómo se encontraba en Madrid, en esas fechas, le remitieron ejemplares de la importación detenida hasta que se tuviese la sentencia eclesiástica. El obispo dispone entonces confiscar la partida de libros y folletos espiritistas, replicando de forma agresiva e impropiamente, que la Iglesia Católica es universal y que han de ser sentenciados al fuego por deshonestos y contrarios a la fe.
Cuenta Allan Kardec en Obras Póstumas que solicitó por vía diplomática, como era de prever ante el Cónsul francés en Barcelona, que le fuesen devueltos los libros, pero no dio resultado, ya que no era permitida su entrada en el país, a pesar de que se le obligara a pagar los derechos, en razón de que siendo contrarios a la moral y a la fe católica, el gobierno no podía consentir que estos libros viniesen a pervertir la moral y la religión de otros países.
De nada valieron los recursos legales, internacionales o diplomáticos para esa personalidad con opinión. Envió el obispo los libros condenados para ser quemados en una plaza pública a manos de un verdugo-“en el lugar donde se ejecutaban a los criminales condenados a la última pena”. La extravagancia del obispo reside en el toque de escándalo.
El Codificador creyó que era su deber pedir consejo a su guía espiritual el espíritu de Verdad, pero la respuesta fue que “mis previsiones son de que resultará de este auto de fe el bien más grande, que no produciría la lectura de los mismos volúmenes condenados a la hoguera…”
En la mañana del 9 de octubre de 1861, día para siempre memorable, con 14 para 15 años de edad, Bernardo Ramón Ferrer, saliendo de su casa en Barcelona, vio un grupo de personas en actitud de protesta que se dirigía para la Explanada de la Ciudadela antigua de la ciudad, una extensión de cerca de 400 metros cuadrados, donde aún parecía oírse el entrechocar de las armas y el resonar de las botas en los ejercicios de las huestes de Felipe V, lugar donde eran ajusticiados los criminales, y donde se desarrolló la escena medieval. Bernardo se incorporó a la manifestación. Allí el Tribunal de la Santa Inquisición, reducía a cenizas decenas de infelices e indefensas criaturas tenidas por herejes o feticheras. No era más que un niño y quedó impresionado para toda la vida cuando observó una gran muchedumbre que llenaba la calzada y cubría la inmensa explanada, donde una pirámide de libros nuevos, recién despojados de sus embalajes se erguía en el centro de la plaza. A lo lejos sonaban las campanas y sus ecos llegaban a la plaza como estrepitosos cristales que se partían. Eran las diez y treinta minutos de la mañana, el Sol iluminaba el verde de las plantas y las hojas de los árboles, descubriendo aquí y allí, los primeros tonos amarillos del otoño, cuando un sordo murmullo de las voces atónitas que presenciaban el inusitado espectáculo, que comenzaba a producirse, venía a confundirse con él viento. Un sin número de observadores asistían, atraídos por el espectáculo, que produjo estupefacción, risas, e indignación, para irrumpir con palabras de aversión y burla.
Cerca, un sacerdote vestido con los hábitos sacerdotales, trayendo en una de sus manos la cruz, y en la otra una antorcha encendida, realiza todo el aparato del ritual, lee el Auto, desciende la antorcha e inicia la quema de las obras literarias. El notario redactaba el proceso verbal del auto de fe, mientras gritos de protesta se elevaban alrededor. Con su nariz curva y sus pequeños ojos impasibles, el sacerdote, indiferente a la multitud, vigilaba al escribiente, empleado superior de la administración de la aduana y a los tres muchachos encargados de alimentar el fuego. Tomado de indignación, el agente de aduanas, representante del propietario de las obras que ardían, vituperaba al dirigente de aquel acto prepotente. Una inmensa multitud que obstruían los paseos y llenaban la inmensa explanada donde se erguía el siniestro, se aproxima al lugar, ya que había corrido la noticia de que se iba a vivir un anacrónico proceso. Expresiones de desagrado se erguían de la masa allí reunida. Poco a poco se oían voces más exaltadas, gestos y gritos.
Mientras tanto el sacerdote observó las llamas erguirse hasta que se consumieron todas las encuadernaciones, folletos y revistas espiritas. Después de que el fuego consumió los volúmenes, los personajes del acto emprendieron su retirada bajo una profunda tristeza, e insultos y con un indeciso paso.
El juicio popular parte de los núcleos organizados compuestos por anarquistas, obreros y gente del pensamiento liberal que creaban la efervescencia que antecede a la revoluciones sociales, en un mundo donde el ochenta por ciento eran analfabetos. Los espiritistas pocos en ese tiempo, ya estaban persuadidos que para colaborar con la pacífica conducción de la humanidad, hacia una nueva conducta, exige tiempo, sacrificio, ejemplo y prédica.
Por otra parte, aquellas no eran épocas donde se conjugaban contemplaciones, nadie se sorprendía de ver arder libros frente a los atrios o a los párrocos alimentar con éstos las estufas y hasta los fieles mansamente cooperaban con tal devastación.
Uno de los testigos y activo divulgador, fue Ramón Lagier y Pomares, Capitán de ultramar, que presenció el auto de fe de los libros espiritistas, en ocasión de estar fondeado con el mercante La Monarch, (El Monarca), de los astilleros de Marsella, en la rada de Barcelona. “Traeré todos los libros que deseéis en mi próximo viaje a Marsella…” Fue el desahogo en voz alta del Capitán de la marina mercante. Posteriormente facilitó durante muchos años el ingreso en España de libros espiritistas.
Aquella acción que provenida del Santo Oficio, creó en la multitud exactamente la inquietud que se deseaba evitar. Lejos de conseguir la indiferencia, consiguió aumentar la curiosidad pública. Algo de lo que se tenía apenas informaciones imprecisas o informes en conservaciones de bares y tabernas, tertulias familiares o por informes de segunda o tercera mano, ganaba ahora un interés directo.
Aunque el Auto de Fe no haya marcado precisamente la penetración del Espiritismo en España, se puede decir que fue la acción propagandística más eficaz que los adeptos de este pensamiento pudieran tener y justamente efectuada por quien pretendía detener su divulgación. Todos los diarios españoles, en sus ediciones del día siguiente, se ocuparon detenidamente del asunto. Los más liberales cargaron sus tintas en su condenación al Santo Oficio.
Una verdadera cruzada fue dirigida contra el Espiritismo, iniciándose el periodo de lucha, siendo en cierto modo la señal el auto de fe de Barcelona, hasta allí había sido objeto de sarcasmos, de la incredulidad que se ríe de todo, en particular de aquello que no comprende, así como de las cosas más santas a las cuales ninguna idea nueva puede escapar.
El 9 de octubre de 1861, debió reinar la impresión de que el Espiritismo, había escrito su última página en España y así parecía indicarlo, sin embargo la reacción fue totalmente antagónica.
Hemos escuchado a través de la mediumnidad, a los propios espíritus, manifestar sus luchas cuando subidos en fardos y sacos en el puerto de Barcelona, o en la misma fábrica, se dirigían a la gente hablándoles del Espiritismo, aquella FILOSOFÍA DE VIDA que había llegado de Francia, y cómo la gente se agrupaba para escucharles y preguntarles acerca de ella.
El 1º de mayo de 1864, la Sagrada Congregación del Índice, de Roma, ordena el registro de las obras espiritistas, recibiendo la inesperada publicidad del pensamiento independiente.